Una reflexión sobre los poderes, sus lugares, y su realización y fracaso.
El mulá Mansur, uno de los comandantes del movimiento talibán, está negociando, a cambio de fuertes cantidades de dinero, con funcionarios de Estados Unidos, Afganistán y la OTAN, incluyendo a Karzai, un «plan de paz». Pero resulta que Mansur no es Mansur, sino un impostor, no se sabe si un comerciante avispado o un agente secreto de Pakistán. El asunto es que los cuarteles generales de la OTAN y el Gobierno afgano están localizados, tienen su lugar, por lo que son fácilmente identificables; lógicamente, los talibanes no tienen lugar, su resistencia es nómada, sin fijación posible en las circunstacias bélicas actuales. Así, Mansur, que no es Mansur, puede desarrollar una negociación de alto nivel con los poderes establecidos: él no tiene lugar, no es identificable.
La Gran Crisis, la crisis civilizatoria que transitamos, ha puesto de manifiesto algo que ya estaba contenido en la (mal) llamada globalización. El poder cercano, el local, se difumina, se muestra «poder impotente», es objeto de todo tipo de burlas. La llamada telefónica de Obama a Zapatero desencadena la política de «ajustes» en España, contra toda «intención» anterior. Los lugares están determinados: La Casa Blanca, la Moncloa… Y las víctimas no tienen lugar, son meras estadísticas, o instantáneas fotográficas, como en Haití o en Camboya.
Pero este esquema (¿concepto?) del poder no es ajeno, en absoluto, a nuestros imaginarios más próximos. En nuestras organizaciones, de todo tipo, existe una mitología del lugar que ocupa el poder, de su ubicación. Recientemente, Juan Ibarretxe nos comentaba una (inquietante) anécdota: Una persona con marginación social y en un proceso de inserción laboral, es llamada por su jefe a «subir» al despacho del director. Nunca sube, se marcha, se va; sencillamente interpreta que «subir» al centro de poder sólo puede tener como consecuencia «ser despedido», y prefiere abandonar sin ese estigma del poder (que, por cierto, no lo pretendía, pero los símbolos, símbolos son…).
Y en una sesión de gerentes de Pymes, una inteligente directiva comentaba: «Somos hormiguitas, no podemos hacer nada». Es decir, todos los lugares de poder están fuera, están lejos, son inaccesibles. El poder se manifestó siempre por su lugar: La casa del amo, el castillo feudal, Versalles, el Palacio de Invierno, la Casa Blanca, la City, Wall Street… Y las revoluciones, antaño, quedaban simbolizadas por la toma del lugar: El Palacio de Invierno, la Bastilla, Saigón… Hubiéramos podido suponer que en la llamada era de la información y el conocimiento esto hubiera variado, que los lugares se hubieran desvanecido… Pero no es cierto; yo sigo viendo lugares virtuales que se etiquetan como «muy influyentes», marcando de nuevo el lugar (esta vez virtual) de un supuesto nuevo poder.
No hace mucho tuve una entrevista con un inteligente directivo de una empresa de nuestro País que, ante mis planteamientos y tras varios encuentros, me dijo:
Me preocupa que los centros de poder (sic) de mi empresa se muevan; de momento, mantienen un equilibrio bastante estable.
Estos «centros de poder» vienen simbolizados por los despachos, de modo que lo que ocurre en su interior determina la vida y el futuro de los subordinados. Y lo primero que ocupa el sustituto de un directivo es, precisamente, su despacho.
Los lugares de poder necesitan preservar su intimidad, para así aparecer como esotéricos en su ejercicio ante las masas impotentes. El castillo está amurallado en su propio pueblo, el palacio está protegido de su pueblo, el Presidente de la Corporación mora en el último piso del edificio, al que sólo se accede a través de un ascensor privado… Las decisiones sobre los Otros deben tomarse en la intimidad, en el privilegiado círculo de los próximos, evitando el tumulto de la multitud. Son las decisiones sopesadas, reposadas, sabias.
Y nos falta Dios: Desde tiempos inmemoriales, la autoridad del soberano provenía de la divinidad, con lo que adquiría un derecho inalienable sobre la vida y la muerte de sus súbditos. Y en España este atributo divino todavía está próximo: Franco se autoproclamaba Caudillo de España «por la Gracia de Dios». Por mucho que estemos en la Galaxia Internet, esta necesidad de preservar el Poder por mediación de una mitología, no sólo no ha desaparecido, sino que, tras la muerte de Dios, se ha acentuado la búsqueda de la capa esotérica que lo preserve de la voz y la vista de la multitud.
Así, en el imaginario colectivo, el Poder se presenta como una Cosa, atesorada en los Centros de Poder, externa a la realidad cotidiana, ajena al discurrir del Acontecimiento, siempre en una posición de superioridad cosificada, inmune a cualquier resistencia. Nada de extraño, pues, la expresión antes citada: «Somos hormiguitas…» y la bota del Poder puede pulverizarnos cuando lo desee.
¿Pero es así? ¿Debemos resignarnos? O debemos preguntarnos: ¿Qué son estos lugares de poder? ¿Qué son estas supuestas concentraciones de dominio? ¿Qué significan en esta era del apocalipsis civilizatorio y de la sociedad del conocimiento? Habrá una segunda parte.
Apuntas un tema muy interesante. Concebir el poder como algo alejado de nosotros nos aboca al victimismo. Y de esto habla, precisamente, el artículo de Borja Vilaseca que nos proponías y que publica hoy EL PAÍS (https://elpais.com/diario/2010/11/28/eps/1290929213_850215.html).
Los «lugares de poder» se suelen asimilar -erróneamente- con lugares donde se toman las decisiones. ¿Por qué digo erróneamente? Porque las decisiones se toman en todas partes: La Casa Blanca y el Gobierno de Karzai toman decisiones, pero también las toma el Mansur impostor; las toma el director, pero también el chico; se toman en los despachos, pero también a pie de máquina o en la conversación con un cliente… en todas partes se toman decisiones.
Es absurdo arrogarles a los «lugares de poder» la exclusividad en la toma de decisiones. Entonces, ¿Qué es lo que los distingue de otros lugares -también de poder?
Diría que la articulación de dispositivos y mecanismos de todo tipo; la posibilidad real de articular y la tendencia -obsesiva- por hacerlo: Crear estructuras; definir pautas, procedimientos y leyes; elaborar discursos; implantar formas de sanción…
Poco saben los «lugares de poder» de la inmanencia, ¿verdad? Y tendrán que aprender en esta era del apocalipsis civilizatorio y de la sociedad del conocimiento…
Gracias, Maite. Relacionándolo con tu texto, hay un tema que me inquieta, muy inserto en la civilización judeocristiana: Es la idea del «sacrificio», del sacrificio ante el poder, del sacrificio «por nada». Es el inicio del sacrificio de Isaac por Abraham ordenado, arbitrariamente, por Dios; tiene que comprobar en la obediencia de Abraham, sacrificando a su ser más querido (como Él hará después, por cierto, en otra ceremonia de muerte), la «fortaleza» de su fe, de su sumisión al Poder divino. Sacrificios absurdos, como refleja Derrida en «Dar la muerte», pero con sus significados, con sus ámbitos simbólicos: El sacrificio como forma de redención sin origen de pecado, como en «Offret» de Tarkovski, como Cosa en sí.
Seguiremos…