La reciente adquisición de ECOTECNIA –una de las cooperativas de trabajo más importantes de Cataluña, integrada en Mondragón Corporación Cooperativa (MCC)– por ALSTOM, grupo multinacional y multisectorial, ha puesto sobre el tapete el debate sobre si la forma cooperativa es viable o no para desenvolverse en según qué sectores. A ello se añade que, antes de realizarse la operación de venta, tuve la oportunidad, por razones que no vienen al caso, de debatir este asunto con algún alto directivo de MCC relacionado con el tema. El problema, en mi opinión, radica en la miscelánea de eventos, razones, verdades convencionales… que se agrupan en estos importantes debates, con las corrientes subterráneas que nadie desvela, que son púdicamente ocultadas a mayor gloria de las leyes del mercado.
¿Es importante el tamaño?
Nuestras economías transitan hoy, de una forma tan compleja como convulsa, entre el modelo industrial claramente imperante y formas –porque no hay una sola, un modelo paradigmático– de la nueva economía que van ocupando espacios de realización, en muchos casos de forma espectacular. Ciertamente, la herencia industrial nos deja condiciones para operar en ciertos sectores “tradicionales” muy ligadas al tamaño de la empresa, a su dimensión –automoción, electrodomésticos, aeronáutica, etc.-, pero no es menos cierto que, en otros, los grandes colosos de antaño se trocean y subdividen en unidades cada vez más pequeñas para poder adaptarse a los cambios y a las velocidades de sus entornos. Y aquí encontramos el interrogante subyacente: ¿Puede una cooperativa competir en el entorno global, de igual a igual, con cualquier otra forma jurídica de empresa? Pues vamos por partes…
En primer lugar, la experiencia de MCC ha demostrado sobradamente que, desde el ámbito de la propiedad cooperativa, se puede, no sólo ser competitivo, sino tener crecimientos espectaculares e internacionalizar sin ambages la actividad; como muestra, valgan Fagor, Ulma, Irizar, Eroski, Orkli, Urssa, el grupo de componentes de automoción… Cierto que sus crecimientos no se han basado en “ser adquiridos” por otras empresas, sino en adquirir y crear –como, por otra parte, es habitual en grupos de origen vasco, como Gamesa, Arteche, Cie…–, por lo que, en cierto sentido, el “caso” de Ecotecnia representa una anomalía en esta línea de progresión competitiva, no una regla aplicable al conjunto cooperativo. Y esto lo ha hecho el Grupo Cooperativo de Mondragón manteniendo intacta la soberanía de las cooperativas, como empresas con entidad propia, sea cual fuere su tamaño; es decir, por encima del criterio de masa compacta de la propiedad priman los aspectos de colaboración, cooperación y, hasta cierto punto, de solidaridad.
Es cierto que en muchas latitudes la forma cooperativa es vista como reacción al fracaso de otra forma empresarial anterior, o, incluso, como una alternativa radical –y, por tanto, “sospechosa”– al orden económico instituido, a lo que, sin duda, ha contribuido, aunque de forma modesta, una cierta ideologización de las “cooperativas” como alternativa al capitalismo [1]. Y, sin duda, esta consideración socioempresarial tiene consecuencias prácticas en la imagen, el sistema de relaciones y las posibilidades competitivas de las cooperativas. Pero conviene no equivocar el ángulo del enfoque analítico.
El desarrollo de nuestra civilización industrial se fundamentó en las corporaciones gigantes, no porque fuera el más racional ni el más eficaz, sino por razones ligadas a los poderes políticos y sus apetencias financieras; podría haber sido otro…[2]; Aunque es evidente que cada tipología sectorial implica formas de competitividad y adaptación diferentes, las cooperativas ligadas a MCC han demostrado sobradamente su capacidad de flexibilidad (incluyendo la mixtura de formas societarias y el acceso al mercado de capitales) y su capacidad de competitividad, que no tiene nada que envidiar al tejido industrial español. Por tanto, desecho de entrada que la forma cooperativa constituya un lastre de cualquier tipo para competir en los mercados más abiertos: tenemos constancia de ello.
Y aquí hay un tema que quiero “desmitificar”: Ignacio Ramonet se refiere, en una entrevista en esta misma revista [3] , al gigantismo como riesgo para la gestión cooperativa. El problema, como trataré más adelante, no es el tamaño, ni en las cooperativas ni en otras formas empresariales u organizacionales, sino los sistemas de organización y gestión que están implantados. Porque, el tamaño, en el mundo que vivimos hoy, es, literalmente, la totalidad del planeta…
En efecto, en plena era del conocimiento e insertos en la explosión de las tecnologías de la información y la comunicación, espacio y tiempo pierden sentido, se retuercen sobre el acontecimiento, sobre lo inmediato. La idea de dimensión organizacional del pasado se diluye en redes de cooperación absolutamente impensables hace no tantos años; lo “pequeño” puede hacerse gigante en un abrir y cerrar de ojos (Google, como ejemplo?).
La forma de propiedad
Ciertamente, en su momento, las cooperativas representaron un fenómeno curioso en la medida que antepusieron, en plena orgía capitalista, el trabajo al capital; y el éxito empresarial del Grupo Mondragón en España parece haber demostrado que este concepto puede funcionar. Pero existe otro enfoque posible…[4]
En la era industrial, la propiedad invertía en terrenos, edificios y máquinas y alquilaba fuerza de trabajo adscrita a estos; pero hoy, cuando el factor masivo de producción es el trabajo cognitivo, ¿qué posee la propiedad? (Pues el conocimiento, los deseos, las formas de cooperación, las redes relacionales… que se entretejen en torno al trabajador cognitivo no pueden ser poseídos ni ordenados más que por este, siempre en su interrelación social). Posee un título jurídico que le permite sobredeterminar el acontecimiento productivo, el hecho de crear riqueza, a través de organizar, no la producción, sino la conversión a valor (monetarizable) del fruto de la misma (la mercancía), y así garantizar, en una u otra medida, el proceso de acumulación.
Y quiero hacer notar un aspecto fundamental: Esta característica de la propiedad no es exclusiva, ni mucho menos, de la llamada empresa capitalista, sino que, inserta en la lógica del sistema capitalista, con unas u otras modalidades, impregna otras formas de propiedad, como las de tipo estatal (no olvidemos que la propiedad de los medios de producción por el Estado en las economías del “socialismo realmente existente” produjo –y produce– formas de explotación del trabajo tanto o más brutales que en los países capitalistas) o las de la economía social y cooperativa. Para lo que voy a argumentar a continuación quiero dejar claro que no dudo de que haya matices –más benignos o más crueles– en las expresiones y prácticas de los diferentes modos de propiedad, pero sí afirmo que su esencia no es diferente.
Retengamos esto: El trabajo cognitivo, en su realización en el hecho productivo, tiende a autonomizarse de cualquier instancia que no sea la cooperación entre productores, y sólo a posteriori su acto productivo es traducido a la conversión en moneda, sea en tipo del precio de la mercancía generada, en tipo de salario o en tipo de plusvalor. Y valga una observación final, sobre la que no puedo extenderme: El trabajo cognitivo quiebra el tiempo de trabajo como base del contrato y, en consecuencia, la concepción del salario ligada al tiempo de trabajo. Ni tiempo ni salario quedan ya relacionados directamente con el trabajo, constituyen tan solo un efecto de la mediación social.
A diferencia del trabajo meramente físico, centrado en los micromovimientos, en la tarea, en el puesto (la dependencia de la máquina), el trabajo cognitivo despliega una serie de cualidades de especial interés. En primer lugar, así como el trabajo físico se consume en la mercancía producida, el trabajo cognitivo produce la mercancía al tiempo que se reproduce en el acto productivo; es decir, el hecho productivo del trabajo cognitivo produce siempre un excedente en forma de conocimiento (de subjetividad). Se aprende actuando, viviendo, cooperando. Y este excedente se despliega tanto en posteriores actos productivos como en el complejo de relaciones sociales y vitales del trabajador.
De forma natural, evidente, la cooperación es el aspecto sustancial del despliegue del trabajo del conocimiento, pues este sólo adquiere potencia y sentido en su interacción social y sólo puede reproducirse en esta. Pero esta cooperación exige ciertos grados de libertad: yo coopero mejor con unas personas que con otras, mejor en unos ambientes que en otros. En esto influyen afectos, deseos, emociones, empatías… ¡Todo tan ajeno a nuestra racionalidad económica, educativa o política! Por tanto, uno de los fines de las formas autoorganizadas de producción consiste en generar contextos favorables, proclives, al éxito del trabajo en cooperación.
Más o menos difusamente, en el origen de las cooperativas (como forma jurídica de empresa) ha existido algo de esto. A ello se ha unido, particularmente en el movimiento cooperativo de Mondragón, la declaración fundacional del predominio del trabajo sobre el capital, la propiedad asignada a los socios trabajadores, el principio democrático que asocia el voto igual a cada socio, independientemente de su parte de capital, y rasgos de solidaridad laboral y social.
Sin embargo, un aspecto ha permanecido inmutable: La esencia del trabajo y de su organización no se ha modificado. Se ha seguido considerando que las formas de competir a través de la estructuración tradicional del trabajo (como ocurrió en las economías del “socialismo realmente existente”) eran lo natural, lo transhistórico, y que las formas de liberación y democracia debían situarse en las esferas de la propiedad colectiva de los socios trabajadores y en el poder supremo de la puntual –en el tiempo– Asamblea. El concepto tiene claras similitudes con la idea de la democracia representativa: Ya que las masas incultas no pueden ejercer la democracia en sus acontecimientos diarios, deben delegar sus preferencias y voluntades en esferas que no sólo les son ajenas, sino que se les superponen. Y, eso sí, tendrán derecho a votar cada varios años…
Desde este enfoque, el cooperativismo no representa ninguna alternativa real al capitalismo, sino que forma parte de su lógica aunque presente algunos rasgos más “humanitarios”. Ha modificado la participación en la propiedad –esto también lo ha hecho el capitalismo a través de fondos de inversión, fondos de pensiones, y similares–[5] , pero ha mantenido lo que yo considero la esencia del sistema: La estructura y dominación de formas de trabajo alienadas allí donde ya están contenidas las potencialidades de su liberación, por compleja que esta sea.
Por tanto, propongo otra reflexión: En gran medida, la subversión de la dominación capitalista está contenida en el potencial transformador del trabajo cognitivo y de las redes de cooperación que este despliega para su realización tanto en el ámbito de la producción de riqueza como en sus formas de socialización, y no en la modificación parcial de las formas y modos de apropiación del valor monetario que este genera.
Desde este enfoque, considero muy peligroso para la voluntad de transformación real de nuestras sociedades en un sentido (no me gusta nada el término) progresista dotar a la propiedad cooperativa de unas condiciones casi estructurales de potencia transformadora que está lejos de contener en su esencia. En la etapa de la subsunción formal del trabajo en el capital, ya aparecieron este tipo de movimientos (el socialismo utópico, Saint-Simon, Fourier…), pero ahora nos encontramos en la era de la subsunción real de la sociedad en el capital (en el paso de la modernidad a la posmodernidad, en el paso del fordismo al postfordismo), por lo que son necesarios enfoques radicalmente diferentes para afrontar el pantano en el que nos ha dejado el sistema imperante, empezando por entender que, hoy, el capitalismo no es una forma más de propiedad, sino una lógica que pervade todo el tejido social… Y una anotación a raíz , de nuevo, de la entrevista a Ramonet: No hay posible humanización del capitalismo, el capitalismo sólo existe en base a la acumulación de capital y, por tanto, su relación con lo humano es meramente tangencial.
Dejando formulado este aspecto, me adentro en el discurso que ha estado presente entre los directivos de la cooperativa en la venta de ECOTECNIA. El razonamiento ha sido, matiz más, matiz menos, el siguiente: El sector eólico exige fuertes crecimientos para mantener capacidad competitiva, y estos crecimientos, a su vez, exigen una importante financiación para poder ser realizados. Las sociedades anónimas pueden abordar este proyecto a través de alianzas, fusiones, adquisiciones, recursos a la financiación pública (presencia en Bolsa, por ejemplo), y otros; en el caso de la sociedad cooperativa, estos recursos no son accesibles, no tanto porque no puedan ser articulados, sino por la desconfianza que su forma de propiedad y su forma de gestión “derivada” (el ámbito decisional) despiertan entre inversores y potenciales aliados.
¡Es el poder, estúpidos…!
Voy a insistir en lo evidente: La cooperativa Fagor Electrodomésticos ha adquirido recientemente la multinacional francesa ElcoBrandt, de tamaño algo superior al suyo; la cooperativa Eroski, que mantiene desde años un envidiable ritmo de crecimiento, ha adquirido recientemente la cadena catalana Caprabo; la cooperativa Irizar ha multiplicado en catorce años su tamaño por catorce… No mistifiquemos el carácter específico de la propiedad, en este mundo semiglobalizado no hay límites.
¿Dónde reside, entonces, la mencionada desconfianza? En mi opinión, claramente, en los sistemas decisionales; donde alguien dijo hace mucho tiempo “¡Es la economía, estúpidos!”, hoy podemos decir “Es el poder, estúpidos!”. En efecto, por grande que sea, la sociedad cooperativa mantiene un sistema de transparencia bastante mayor que la corporación habitual, sus socios son trabajadores y, en consecuencia, tienen mayor ligazón con la marcha de la empresa, y además, presentan un carácter estable. En la sociedad anónima –que cotiza en Bolsa– sus accionistas son multitudes constantemente cambiantes, sin relación ni conocimiento del trabajo en la empresa, que cambian de preferencias entre unas u otras ofertas en base a la promesa de mejor retribución económica a corto plazo. Y esto en el mejor de los casos, porque no podemos olvidar cómo los empleados de Enron fueron estafados como accionistas y despedidos como trabajadores… ¡de la empresa de la que eran, supuestamente (legalmente, desde luego), parte de la propiedad!
El fenómeno más palpable –y preocupante– de nuestros días consiste en la gigantesca acumulación de poder en las cúpulas ejecutivas de las grandes corporaciones –orquestado, claro está, con retribuciones inmorales, con “blindajes” por despido económicamente astronómicos, y, por si algo tuviera que faltar, con decenas de libros en los kioscos ensalzando su unción divina…-, que no responde a sistemas de gestión empresarial, sino al ejercicio de influencias de poder y manipulación de los poderes (públicos y privados) para operar, no tanto a favor de la corporación, sino en función de los propios intereses personales de sus brillantes gestores. Quien crea que exagero, no tiene más que ojear la prensa diaria…
Pero, y quiero insistir en ello, esto no significa que la propiedad de la corporación no sea aparentemente democrática: Tiene su Consejo de Administración, su Asamblea anual de accionistas, las decisiones principales se toman por acuerdo mayoritario… Sin embargo, los núcleos de poder están sólidamente constituidos, mientras que la masa de accionistas está dispersa, desinformada, desorganizada… a lo que añadimos su carácter voluble y su indiferencia con el devenir de la empresa más allá del resultado económico –en forma de dividendos- inmediato. Por tanto, como todos sabemos, la apariencia de democracia de las grandes corporaciones oculta grados muy elevados de totalitarismo que sólo se visualizan en presencia de luchas por el poder o de escándalos públicos.
La forma del ejercicio del poder en la sociedad cooperativa no es tan diferente: Los socios trabajadores –sólo ellos, los trabajadores por cuenta ajena, dependientes, están excluidos– eligen su Consejo Rector (el equivalente al Consejo de Administración de la S. A.) y votan una vez al año en asamblea su conformidad o rechazo a la gestión realizada. A medida que se extiende su control sobre otras formas societarias, el porcentaje de socios trabajadores (propietarios) disminuye sensiblemente sobre el total del empleo, pasando así a ejercer formas de ejercicio de la propiedad más similares a las de la empresa familiar de segunda o tercera generación. Es decir, no se democratiza el tratamiento de la actividad productiva, más allá de la buena voluntad de los cooperativistas y sus órganos de representación; y, desde luego, he asistido a actos de sometimiento del trabajo dependiente que serían difícilmente aceptables por los trabajadores en una sociedad anónima…
¿Dónde radican, pues, las diferencias? En primer lugar, si tomamos como modelo MCC, en la soberanía de las cooperativas y en su asociación como un compromiso de cooperación y solidaridad libremente asumido. Ello hace que la “corporación” MCC sea algo más parecido a una confederación que a cualquier otro tipo de estructura política (centralismo, estado de las autonomías, estado federal…), lo que da a sus integrantes un alto grado de autonomía y capacidad de decisión.
En segundo lugar, los socios son, a la vez, trabajadores de la empresa, por lo que, de su evolución, no dependen sólo sus beneficios (retornos, los dividendos de las cooperativas) sino también, muy importante, sus puestos de trabajo; por tanto, su interés en la evolución de la cooperativa tiene un horizonte más prolongado que el del accionista eventual de Telefónica. [Nótese que esto es también aplicable a la empresa familiar, al menos parcialmente.]
En tercer lugar, el capital, al estar asignado a los socios trabajadores, presenta grados sensibles de territorialización en las comarcas donde se asientan las sedes cooperativas –y donde habitan la mayoría de sus socios, al menos hasta la fecha–. Constelaciones de organizaciones soberanas cooperando entre sí, trabajadores propietarios de su empresa, y territorialidad, conforman sistemas de gestión y ejercicio del poder menos voluble que en el anonimato de la sociedad, y, desde luego, niveles de transparencia y proximidad a lo que sucede muy superiores a los de la gran corporación. Por tanto, para avanzar en posteriores debates, propongo una hipótesis de trabajo: La desconfianza entre las corporaciones clásicas y las empresas cooperativas no procede de su forma de propiedad, sino de las formas (asimétricas) del ejercicio del poder y la decisión (aunque, lógicamente, estén históricamente determinadas en orígenes y evoluciones diferentes).
Y finalizo con una frase de Galbraith [6] : “Sin embargo, siempre he topado con un error popular. Lo que predomina en la vida real no es la realidad, sino la moda del momento y el interés pecuniario.”
[1] Ver, por ejemplo, M. Darceles. Enraonant amb Marcos Arruda i Alfonso Vázquez: és posible un món millor? NEXE nº 20 (junio, 2007)
[2] Ver M. J. Piore y C. Sabel. La segunda ruptura industrial. Alianza Universidad (1990)
[3] Jordi Garcia. “Entrevista a Ignacio Ramonet” NEXE nº 21
[4] Parcialmente tomado de mi artículo “Trabajo cognitivo, cooperación, democracia” próximo a publicarse.
[5] Ver J. K. Galbraith “La economía del fraude inocente”. CRITICA (2004)
[6] J. K. Galbraith. Op cit.