En un curioso artículo publicado en el diario LA VANGUARDIA el 19-3-05, titulado “¿Ingenieros o antropólogos?”, Manuel Castells viene a proponer que la competitividad de los países de vieja industrialización –España, entre ellos– no pasa tanto por la ingeniería tecnológica –hoy rápidamente difundida y globalizada, no localizada– sino por la inversión en las ciencias sociales (antropología, filosofía, sociología, psicología, educación, diseño…), “para elevar su calidad y, a partir de su potencialidad, relacionándolas con las escuelas de negocio y de servicios públicos, construir la economía del conocimiento en las áreas de ventaja comparativa del futuro, en lugar de redescubrir la ingeniería cuando ésta haya sido parcialmente reemplazada por ordenadores y robots cercanos o indios y chinos lejanos.”
¿Una provocación intelectual? Bueno, hace casi una década oí de labios de un muy conocido directivo vasco –ingeniero de profesión, por cierto– afirmar que los directores corporativos del futuro tendrían que ser filósofos o licenciados en Bellas Artes. ¿Otra provocación?
Reflexionemos: No pasa un solo día sin que alguna conferencia, artículo, entrevista, declaración nos insista en que la única vía posible para países como el nuestro es la innovación; pero ante la constatación del poco eco práctico que tienen tales discursos, se viene insistiendo en el papel de las personas, su participación en la empresa, la educación y la formación, la autonomía, los valores, la responsabilidad social, etc. ¿Por qué falla la práctica del discurso? Sospecho que porque, pese a todo, seguimos considerando la innovación como un hecho tecnológico –un descubrimiento– que no obliga a modificar comportamientos organizativos ni modelos de gestión, ignorando que en la era en la que estamos entrando se trata fundamentalmente de un fenómeno social, de combinaciones complejas de flujos sociales (clientes, trabajadores, investigadores, directivos, universidades…). Por tanto, las estructuras tradicionales –y no me refiero sólo a las empresariales–, al estar diseñadas para tratar mecanismos, no pueden capturar el potencial real de la innovación (conocimientos, conversaciones, redes, fluidez permanente…), generando así un divorcio entre lo pretendido y lo realizado.
Pero hay otro tema púdicamente oculto en torno a la política de innovación: Los procesos innovadores tienden a modificar las estructuras de poder. Los centros de influencia se desplazan, unas divisiones ganan posiciones (y recursos) sobre otras, unas redes sustituyen a otras, unos conocimientos se convierten en punto de atracción superponiéndose a los anteriores. Y aunque sea tema tabú para hablarlo en público (como el sexo antaño, sólo puede ser tratado en privado), sería absurdo ignorar que las redes de poder influencian decisivamente, sea para el progreso o para el retardo, el curso de nuestras organizaciones. Sin entenderlas y tratarlas, poca innovación podrá producirse, no digo ya expandirse.
Por tanto, creo que si queremos ser coherentes con nuestros bienintencionados intentos de conseguir una economía del conocimiento y de la innovación, tenemos que incorporar al centro de nuestra gestión de empresas y organizaciones motivos que hoy son tan lejanos como la sociología, la psicología, la estética, la ética (generalmente reducidos, cuando mucho, al Departamento de Recursos Humanos, lo que ya es indicativo) y, desde luego, filosofía, es decir, construcción de sabiduría. Y lo mismo es válido para nuestros centros educativos, instituciones, escuelas de negocio, etc. ¿O creemos que cuando hablamos de la persona como el centro de la organización se trata de moldearla con herramientas de gestión? Para tratar comunidades –y comunidades de comunidades– de seres humanos se necesitan otros conceptos, nuevos conceptos de gestión y organización, no más herramientas de control. La innovación, precisamente, genera lo nuevo, lo propulsa; utilizando viejos conceptos y herramientas de gestión siempre remodeladas, sólo estamos bloqueándola. Necesitamos nuevos conceptos (incluyendo el propio de innovación) para generar y propulsar la innovación masiva.
¿Quiere esto decir que nuestros magníficos directivos deberían ceder sus “cargos” a otros con diferente formación académica? En absoluto. Pero sí que hoy no se puede dirigir una empresa desde ópticas unilaterales –y muchas veces excluyentes– como la financiera, la tecnológica o cualquier otra; es necesario, más bien, construir colectivos de dirección que integren múltiples conocimientos y habilidades para dar respuesta creativa a las incertidumbres y turbulencias que afectan sin cesar al devenir de nuestras organizaciones.
Y esto mismo vale para la educación, particularmente para sus caminos sesgados en la enseñanza postobligatoria. Seguimos dividiendo el conocimiento en asignaturas y las asignaturas en bloques: Hay quien se forma en “humanidades” y hay quien lo hace en tecnologías (como las ingenierías y buena parte de la Formación Profesional), pero la persona del futuro tendrá que manejar tecnologías y, sobre todo, tendrá que conformarse como persona, con todo su amplio abanico de cualidades y conocimientos para ser, precisamente, persona libre, capaz de interpretar y decidir en una sociedad cada vez más compleja y, por globalizada, invisibilizada. Innovar en educación también significa innovar su concepto.