La desconexión organizacional invisible

Hace unas semanas, el equipo Hobest nos proponía tomar parte en Agora-para la transformación, una plaza abierta para la reflexión pública sobre transformación organizacional.

La propuesta derivó en una conversación con Maite Darceles y Silvia Muriel sobre el papel transformador de lo público y las innovaciones organizacionales que, cada quien desde nuestro rol como consultoras externas o internas, venimos observando durante las últimas décadas en las estructuras privadas y públicas del entorno.

La conversación dejó abiertas preguntas y contradicciones: por un lado, reconocer el potencial del entramado público como agente de transformación social y los esfuerzos por adaptarse a las necesidades de un entorno digitalizado. Por otro, percibir que los esfuerzos por innovar en servicios, conviven con estructuras obsoletas, desconexiones crecientes y tendencias involutivas alejadas, en mi opinión, de lo que necesitamos las personas, los equipos y el entorno para el que trabajamos.

Por aterrizar el imaginario del desarrollo organizacional en referencias concretas y mirar hacia lo deseable, diría que un bonito horizonte hacia el que evolucionar serían las pirámides invertidas, los ecosistemas de co creación, el paradigma teal o las organizaciones 4.0.

Diferentes nombres, enfoques y experimentaciones que apuntan hacia algo común: la transformación organizacional comienza en lo invisible, soltando el paradigma del control, el mecanicismo y la planificación de arriba abajo, para permitir la emergencia de espacios organizativos democráticos, en los que el desarrollo pueda suceder.

El horizonte deseable no es una receta ni un manual, es la acumulación de procesos de transformación reales protagonizados por empresas industriales y de servicios, entidades del tercer sector y organizaciones públicas. Procesos únicos y diversos que comparten una intención común, la de hacer sostenibles y compatibles las dinámicas del desarrollo en sus múltiples escalas:

  • El desarrollo de cada persona que compone la organización: el “poder propio”, la plenitud, el propósito profesional, la conexión intrapersonal.
  • El desarrollo relacional, la expansión del “poder con”, la autogestión, los equipos, la conexión interpersonal.
  • El desarrollo social, económico y territorial, el “poder para”, el propósito evolutivo, el impacto de la organización en el exterior.

Frente a este sugerente horizonte me pregunto en qué momento de la evolución organizacional está nuestra administración pública y si como agentes de transformación estamos o no abriendo espacios para el desarrollo dentro y fuera de nuestras organizaciones.

Hay avances evidentes y visibles que han llegado como efecto de innovaciones exteriores. Son cambios ligados al uso de internet, las herramientas digitales de comunicación y las redes sociales, que han variado la forma en que las organizaciones públicas se relacionan entre sí y con la ciudadanía. Entre ellas, tal vez una de las innovaciones con mayor potencial transformador podría ser la administración electrónica, otra manera de entender la gestión de lo público que, al menos en el discurso, apuesta por la apertura a la ciudadanía, la participación y la transparencia en la gestión de lo común. 

Me encantaría pensar que estos cambios son indicios de transformación organizacional profunda pero mi impresión es que, ni son lo suficientemente potentes, ni operan en el mismo nivel de profundidad que otras tendencias simultáneas. Visualmente y empleando la metáfora del iceberg que Otto Scharmer adapta en la Teoría U, los cambios en las formas de comunicación con la ciudadanía o en la prestación de servicios públicos o en la cantidad de información disponible en las webs, están situados en la capa de los comportamientos visibles, pero no están implicando cambios en las estructuras organizacionales, ni en los procesos de decisión ni en las relaciones de poder.

Desde este extraño 2020 y repasando la infinidad de acontecimientos acumulados durante las dos décadas largas que llevo trabajando en diferentes organizaciones públicas, me pregunto por las tendencias de fondo que subyacen a los cambios visibles y mi sensación global es de involución organizacional y desconexión creciente:

Desconexión entre las estructuras y los contextos: Aunque las organizaciones públicas actuales trabajan en entornos socioeconómicos radicalmente diferentes a los de los años 90, la estructura interna, departamental y organizada por tipología de usuarios, se mantiene sorprendentemente parecida. Fuera, los cambios que han transformado el tejido productivo, la forma de entender la empresa, la innovación, las comunicaciones, las dinámicas del mercado de trabajo, el emprendimiento, etc, sería interminable. Dentro, mantenemos instrumentos como el organigrama vertical por departamentos, que divide las personas, las conversaciones, los espacios, las líneas de financiación y las intervenciones en función de los mismos colectivos: empresas, empleo, emprendimiento. El mismo organigrama que conocí a principios de los 90, operando ahora de forma anacrónica en un contexto complejo e interrelacionado. La misma estructura interna en un contexto VUCA radicalmente diferente en el que, si quedaba alguien que dudara de su volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad, este covid-19 nos ha despejado todas las dudas.

Desconexión entre el conocimiento, la acción y la decisión: Hasta hace unos años, el ámbito de responsabilidad técnico abarcaba procesos globales de detección de necesidades, diseño de programas, financiación y puesta en marcha de servicios. El proceso implicaba la libertad y la responsabilidad de salir a la ciudad para abrir conversaciones con agentes sociales – empresas, universidad, centros de formación, etc- de las que surgían ideas que se elaboraban interactuando con personas de otros departamentos y que se convertían en programas de varios años de duración. Los programas solían completarse con una capa transnacional que nos llevaba a tejer redes técnicas con organizaciones de otros países europeos, a los que visitábamos y recibíamos en intercambios en los que no recuerdo participación directa del ámbito político.

Años después, equipos técnicos con décadas de experiencia, tenemos menos capacidad de decisión de la que teníamos al inicio de nuestra vida profesional y es muy habitual que sea la máxima dirección técnica o política quien decida los servicios a ofrecer, la dotación de recursos, los colectivos destinatarios o incluso detalles como la duración o la fecha en la que ponerlos en marcha. Teniendo en cuenta que las líneas de financiación también han ido progresivamente detallando sus condicionantes, el resultado final es que las personas con conocimientos técnicos especializados, que están en contacto directo con el público usuario, han ido perdiendo el control sobre su propia tarea, simplificando el tipo de competencias que aplican a su trabajo y dedicando una parte progresivamente creciente de su tiempo a ejecutar acciones decididas en otros niveles de la pirámide organizacional, niveles donde no siempre coinciden la capacidad de decisión con el conocimiento especializado ni con el contacto con el público.

Desconexión entre micro intervenciones: Como resultado de las anteriores o en paralelo, resaltaría una doble tendencia a la sucesión de micro intervenciones desconectadas. Por un lado, el acortamiento progresivo del ciclo de vida de los proyectos y la práctica desaparición de los programas, entendiendo por tales intervenciones largas, con procesos participativos de diseño y puesta en marcha, objetivos generales, múltiples intervinientes y plazos de ejecución plurianuales.

Por otro lado, estructuras internamente desconectadas derivan en servicios desconectados que llegan a los mismos públicos, pero que no encuentran ni los espacios de conversación internos, ni los tiempos necesarios para fusionarse y explorar posibles sinergias.

Desconexiones múltiples retroalimentándose, que posiblemente no sean diseñadas por nadie en concreto, pero que no podrían existir sin la colaboración consciente o inconsciente de personas que las alimentan y cuyos efectos sufrimos todas, directa o indirectamente, dentro y fuera.

Y aunque ninguna de estas tendencias genera gastos y aunque nadie parece ser responsable de calcular sus costes, no por ello dejan de producirse. Son las enormes pérdidas de recursos públicos en forma de costes no calculados: los costes internos de los procedimientos ineficaces, los costes de oportunidad derivados de infrautilizar el talento de las personas, los costes de las sinergias no generadas, los servicios que nunca llegaron a nacer, las inversiones perdidas en proyectos abandonados cada año, los costes de las intervenciones sin continuidad, las acciones sin impacto, los costes personales de la desmotivación y la pérdida de sentido, el alejamiento de empresas colaboradoras cansadas de lentitud y burocracia, la pérdida de confianza del público… Es el coste acumulado incalculable de la desconexión y la fragmentación organizacional.

De ahí esta sensación contradictoria de estar conviviendo entre innovaciones tecnológicas en el ámbito de la superficie, con tendencias involutivas que nos llevan en dirección opuesta al horizonte de la transformación organizacional deseable. Lejos de evolucionar hacia estructuras más democráticas, más ágiles y con más capacidad transformadora, por acción o por inacción, la tendencia de fondo involuciona hacia el control, la verticalidad y la desconexión.

Por conversaciones con colegas, sé que esta percepción de la realidad organizacional pública que me rodea no es única ni aislada y me temo que revertir estos procesos requerirá algo más complejo y más profundo que sustituir personas en las cúspides de los organigramas. Necesitaríamos tener la intención colectiva de hacerlo, girar la cámara para mirarnos, repensar cómo actuamos, cómo nos relacionamos y cómo tomamos decisiones. Necesitaríamos abrir espacios permanentes de conversación y reconexión y vivir un proceso de inversión institucional orientado al estilo de organización pública transformadora que podríamos ser.

“La inversión institucional se puede contar como una historia de superación de la división vertical entre mente y materia, entre el liderazgo y el trabajo en primera línea en un sistema, invirtiendo la estructura piramidal, transformándola en un espacio de contención en forma de U que cultive los procesos radiculares del campo social: atender, conversar, organizar e integrar” [1]

Lo bueno de llegar tarde es que hay camino desbrozado. No hay que saltar en el vacío porque el horizonte está ya poblado de enfoques y estilos diversos, organizaciones experimentando, procesos iniciados, recorridos vividos, consultores que acompañan, comparten y sistematizan.

Quedaría añadir que mi percepción de la realidad no pretende ser objetiva ni neutral. Doy por hecho que quien observa altera lo observado así que me quedo con una intención más abordable, compartir percepciones que abran nuevas conversaciones sobre transformación organizacional, sin más, sin menos.


[1] Otto Scharmer, Katrin Käufer, Liderar desde el futuro emergente, 2015

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