Transparencia y poder

“Una sociedad mucho más humana es posible y deseable, pero un ser humano angelical no es ni lo uno ni lo otro.”

Cornelius Castoriadis, “Figuras de lo pensable”

En la literatura y en los discursos referidos a la práctica del Management se ha venido produciendo un deslizamiento constante, persistente, aunque sin adoptar nunca formas revolucionarias, entre el enfoque técnico/racional, al que podríamos llamar hard, y otro enfoque que, sin cuestionar las raíces del primero, denominamos ideológico/cultural (de tipo soft). En nuestros entornos culturales, y aunque persista el primero con toda su potencia, ha venido extendiéndose la proclamación del segundo, particularmente en las prácticas de consultoría y en la avalancha de libros de autoayuda, como el paraíso de llegada.

Hace unas semanas asistía a un taller de directivos organizado por el Servicio de Innovación de la DFB, en el cual buena parte de sus componentes aseguraban sostenerse firmemente por un marco de valores tales como la transparencia, la confianza, el creer en la persona, y otros similares, al que no podían traicionar. He oído y leído muchas veces este tipo de discursos, y siempre me ha preocupado que, no tanto quienes los emiten, sino aquellos que tratan de practicar sus enseñanzas, se los crean de modo cuasi místico.

Soy consciente de que, sometidos a la brutalidad de nuestros entornos, las sociedades y personas dependientes han tratado, en la estela de la civilización judeocristiana, de adherirse a estos, o similares, valores para tratar, hipotéticamente, de encontrar otras formas de relación. Lo que me preocupa es que esos conceptos presentan un carácter transcendental que se da por sentado, como si fueran axiomas no sujetos a la prueba de falsación, y que, por tanto, deben ser aceptados fuera de todo tratamiento crítico.

Podría haber elegido cualquier otro concepto relativo a esos valores, pero voy a empezar por el de transparencia, para argumentar que, no sólo constituye una imposibilidad lógica para el ser humano, sino que, además, constituye una característica del Poder sobre el ser.

¿Transparencia?

Por transparencia, en la reivindicación obrera, se ha venido entendiendo la facilitación de una información fiable y contrastable de la empresa hacia los trabajadores de manera continuada. Y no tengo nada contra esto.

Pero, más allá, se despliega el discurso de la transparencia entre las personas que componen la organización como un valor a incorporar a la misma y a sus relaciones. Y es en este bienintencionado (a veces) intento donde detecto el absurdo y el dominio. Paso a ello.

En una primera aproximación, suave, podríamos, siguiendo a Metzinger [1], decir: “Para todo estado fenoménico, el grado de transparencia fenoménica es inversamente proporcional al grado introspectivo de disponibilidad de atención de las etapas previas de procesamiento.” “Paradójicamente, la transparencia resulta así una forma especial de oscuridad: no estamos en condiciones de ver algo cuando es transparente, pues vemos a través suyo.”

En efecto, la transparencia constituye la negación del ser en su pretensión de plenitud. No es sólo el efecto de superficie, tan común en nuestras relaciones (se denomina superficial a alguien que sólo ofrece superficie al exterior), sino que implica la inexistencia de cualquier pliegue, de cualquier interior insondable, muchas veces para el propio sujeto. Es decir, el sujeto transparente no puede ser visto, tocado, odiado, amado… ¡sólo se pasa a través de él! Los ángeles son los seres transparentes por excelencia porque no existen y, curiosamente, cuando adquieren corporeidad es para revelar el secreto del Señor (la Anunciación, la Fuga, etc.).

Así, en una primera aproximación, podríamos deducir que la pretensión de transparencia humana es un absurdo; pero si nos quedáramos aquí nos equivocaríamos, perderíamos el potencial del discurso oculto, y, así, nos sería más complicado entender los discursos al uso y sus raíces.

Y volvamos a la cultura judeocristiana: Una de sus bases es que todas las criaturas somos transparentes para Dios, no podemos escapar ni a su mirada ni a su escrutinio, nuestros más profundos deseos y pensamientos son visibles para Él. Y aquí se produce el desequilibrio absoluto de poder, como no podía ser menos tratándose de Dios: Los designios divinos son insondables, no existe transparencia alguna, sólo la espera expectante, paciente o desesperada (como se da en Job a la vez). Volvemos sobre este desequilibrio acentuado de poder para profundizar en la idea de transparencia a través de su negación, del secreto.

El secreto

Todos los seres humanos presentamos un efecto de superficie en aquello que revelamos o que desearíamos revelar, con más o menos fortuna; pero todos tenemos innumerables pliegues internos que, conocidos, intuidos, o completamente desconocidos por nosotros mismos, operan en nuestras conductas y nuestras relaciones. Pues, ¿qué es el inconsciente sino aquello que, en nosotros mismos, nos permanece inaccesible? Es decir, nunca somos transparentes, nunca podemos serlo aunque quisiéramos, somos opacos hasta para nosotros mismos. Y ahí radica la potencia del secreto.

¿Por qué, pues, es tan temido el secreto? Porque constituye una potencia no realizada, pero latente; es una potencia por venir, capaz de reescribir el pasado volcándolo de una forma nueva e intempestiva sobre el futuro. Es decir, no es tanto el secreto lo amenazante en su potencial de cambio inesperado, como la posibilidad en él contenida de la revelación (es la revelación lo que provoca la tragedia en Hamlet –el espectro-, en Macbeth –las brujas-, o en Edipo –el oráculo-, por citar sólo algunos casos).

Así, ¿qué ofrecemos en nuestra entrega total al ser amado? El secreto, la revelación de nuestro secreto. Y la promesa: “Nunca tendré secretos para ti” (aunque nunca pueda ser del todo cierta).

Nada, pues, tienen de extraño las continuas articulaciones de discursos pronunciados desde los poderes instituidos conminando a la transparencia como la forma auténtica de ser: Sencillamente, llaman a no tener secretos, a mostrarse como se es. Aun cuando el llamamiento es requerimiento de una imposibilidad ontológica, sí contiene en sí mismo otro transfondo: la llamada a la transparencia es llamada a la impotencia del ser, a no poseer nada que tenga potencia de despliegue no conocido de antemano y, por tanto, no controlable. Es conminación a ser felices bajo el Panóptico. El Mundo Feliz es inhumano.

Y, por tanto, el Poder instituido tiene que desplegar una serie de dispositivos que nos faciliten el abismo entre la conminación a ser virtuosos a través de nuestra transparencia y la terca realidad de nuestra naturaleza que exige el abominable secreto.

El poder

De esta forma, el secreto siempre incluye la sospecha de la culpa. Quien no revela su secreto es porque tiene que ocultar algo a la sociedad o a su entorno que no es admisible, que no es moralmente recto (el adulterio, la infidelidad, el deseo inconfesable, su inclinación sexual, la intención aviesa, la ambición, el crimen…). De nuevo en forma totalmente asimétrica, el Estado guarda sus “secretos de Estado” con la amenaza de condena (incluso a muerte, véase el reciente caso de Assange) a quien los revele, mientras el súbdito debe ser una persona transparente, sin secretos, para ser digno de credibilidad y confianza.

Pero dado que la transparencia es un absurdo y el secreto alberga una potencia disruptiva para la sociedad, las instituciones han tenido que arbitrar dispositivos para encauzar la fuerza; y lo han hecho, secularmente, en la estela de la tradición cristiana.

El trazado consiste en desactivar la potencia por venir del secreto evitando (la potencia de) su revelación, trasladándola a la confidencia. De este modo, el secreto queda trasladado a quien nos ha jurado que jamás lo revelará; ya no es mío, es del otro. ¿Qué otra cosa es la confesión? ¿O la sesión de psicoanálisis? Consisten en sustituir el lugar del secreto por el de la penitencia o la liberación de la culpa; ya no tenemos el secreto, ha quedado en una imagen especular que, supuestamente, lo contendrá para siempre.

El dominio del poder se muestra así travestido, se nos presenta como una liberación de la carga y la culpa a través de un ser instituidamente superior, el sacerdote o el psicoanalista, que, precisamente, ejercen el poder. Y recurro a Foucault [2] para cerrar este epígrafe:

“La confesión manumite, el poder reduce al silencio; la verdad no pertenece al orden del poder y en cambio posee un parentesco originario con la libertad […] Es preciso que uno mismo haya caído en la celada de esta astucia interna de la confesión para que preste un papel fundamental a la censura, a la prohibición de decir y de pensar; también es necesario haberse construido una representación harto invertida del poder para llegar a creer que nos hablan de libertad todas esas voces que en nuestra civilización, desde hace tanto tiempo, repiten la formidable conminación de decir lo que uno es, lo que ha hecho, lo que recuerda y lo que ha olvidado, lo que esconde y lo que se esconde, lo que uno no piensa y lo que piensa no pensar. Inmensa obra a la cual Occidente sometió a generaciones a fin de producir –mientras que otras formas de trabajo aseguraban la acumulación del capital- la sujeción de los hombres; quiero decir: su constitución como ‘sujetos’, en los dos sentidos de la palabra.”

Confesión de propósito

He realizado este pequeño escrito con un propósito: Dirigirlo a aquellas personas que, con la mejor voluntad, adoptan y tratan de adoctrinar a otros en conceptos y terminologías que tienen decenas de siglos de existencia e historia, pero que, milagrosamente, aparecen hoy como signo de un nuevo humanismo.

La utilización de estas terminologías en nuestros ámbitos acaba derivando en un ritual religioso, casi místico, de manera que decir que no se está de acuerdo con el uso que se hace de conceptos como la transparencia, la confianza, el creer en las personas, y otros, resulta políticamente incorrecto. Pero el problema reside en que quienes con la mejor intención los utilizan no conocen ni su origen ni cómo se han fundamentado en nuestras sociedades, de manera que caen en una peligrosa trampa: Utilizar apostólicamente como conceptos de liberación aquellos que los poderes institucionales ya han sabido encajar como elementos de dominación. La paradoja está servida.


[1] T. Metzinger “Being no One. The self-model theory of subjectivity.” MIT Press (2004)

[2] M. Foucault “Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber.” SIGLO XXI (2009)

Publicado en

Artículo publicado en www.anexos.es el 03/06/2011

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