Post en el marco del Foro de Igualdad – Berdintasun Gunea 2013.
Me piden las amables editoras de este espacio un pequeño artículo sobre el tema, no sin antes hacerme llegar una cariñosa (y cierta) crítica por no haberlo tratado explícitamente en mis escritos sobre la transformación organizacional. La acepto, sin duda y sin justificación.
No voy a referirme aquí a aspectos culturales, etapas históricas, tradiciones y costumbres, etc. y a los roles que hombres y mujeres han desempeñado en ellas; escapa, más allá de mi indudable interés por el tema, de su conocimiento profundo. Me centraré, pues, en aquello de lo que creo saber algo: la transformación organizacional y su conexión con la lucha por la igualdad de la mujer.
Y esto lo voy a hacer desde tres ópticas, lógicamente interconectadas: La forma-trabajo, la igualdad y la autonomía como propulsora de la transformación.
Como recientemente he escrito un trabajo para una conferencia que tenía que dar en Barcelona [1], y desde entones no he descubierto muchas más cosas, me referiré al mismo en algunas de las temáticas, pidiendo perdón de antemano por la repetición.
LA FORMA-TRABAJO
A pesar de que ya estoy (casi) curado de espanto, no deja de sorprenderme la manera en la que múltiples corrientes pretendidamente “progresistas” del management actual (liderazgo, calidad, participación, cooperación, inteligencia emocional, transformación…) ignoran lo que constituye el núcleo, la esencia del trabajo (y de su forma) en nuestras estructuras empresariales, organizativas, sociales y políticas. Esta ignorancia, o peor todavía, esta manera de considerar cuasinatural la forma trabajo imperante lleva a errar continuamente el intento.
Al igual que la forma-trabajo –y consecuencia de ella, aunque su papel sea reproducirla constantemente– la forma que adoptan nuestras estructuras organizativas aparece como la manera natural de organizar, no sólo el trabajo, sino también cualquier actividad social en el ámbito de lo público. Es decir, esta estructura es la que desde hace más de un siglo han ido adoptando, no sólo las empresas, sino también los centros educativos, las administraciones, los partidos políticos, los centros tecnológicos, los sindicatos, etc.
Aunque permanezca velada por múltiples teorías y discursos –incluyendo multitud de reformas cosméticas–, su esencia es clara: Contener, organizar y ordenar trabajo parcelado, alienado de su objeto, carente de significado finalista, cuidadosamente procedimentado para su repetición permanente, en el que existe una clara distinción entre quienes ordenan (dirigen) y quienes ejecutan. Más allá de la buena voluntad de quienes dirigen estas organizaciones y de su discurso, esta esencia reproduce inexorablemente la forma-trabajo que está llamada a contener, ordenar y valorizar.
IGUALDAD
Los revolucionarios franceses conectaron la igualdad con la libertad y la fraternidad (solidaridad, diríamos hoy), y no fue ni una casualidad ni una frase afortunada. Porque, parafraseando el “libertad, ¿para qué?» de Lenin, podríamos preguntar “igualdad, ¿con qué?”. Sin dudar que ambas (libertad e igualdad) constituyen aspiraciones universales de referencia, y son (o deberían ser) base de derechos fundamentales, cabe indagar en el significado que adquieren en cada contexto histórico y en cada era cultural. Por lo que a este modesto artículo se refiere, como ya he manifestado, voy a referirme a la igualdad de género en el contexto actual y en la esfera del trabajo en nuestras sociedades.
Cuando se habla de igualdad hay múltiples referencias (justificadas, por supuesto) a la desigualdad salarial en los mismos puestos de trabajo, en el desempeño de las mismas funciones y tareas, en el enorme desequilibrio entre hombres y mujeres en los puestos de dirección de empresas y corporaciones, en el predominio masivo de hombres y “corbatas” en actos públicos (conferencias, congresos, etc.), todo lo cual es cierto (basta mirar las estadísticas a las que se refieren algunas aportaciones en este espacio). Sin embargo, encuentro que las iniciativas que, vagamente, se articulan, aunque sean justas, son, en muchos casos, ingenuamente bienintencionadas.
Voy a referirme a un solo caso: el que argumenta que si hubiera más mujeres en puestos directivos, incorporando sus valores “femeninos”, las empresas serían más humanas. [Aunque conozco algún caso de esto, y uno de ellos es el que Loli Velasco ha expuesto [2], siempre ha venido acompañada de una transformación profunda de las formas organizacionales, de las estructuras de poder, y de los sistemas de trabajo.] Esta aproximación ignora –o soslaya– la profunda interacción entre la forma-trabajo y las estructuras organizativas y de poder que la sustentan, al tiempo que se explican y reproducen a través de ella.
Hace algo más de dos años, daba una conferencia en Lleida, invitado por la Fundación Allem, referida al acceso al trabajo de uno de los colectivos más marginados y discriminados de nuestra sociedad desde tiempos inmemoriales. En ella decía [3]:
“Y, a veces, pensamos que ésta es la forma inevitable del trabajo, la consideramos como una cuasinaturaleza del mismo, como si no pudiera haber otras formas. Pero el tipo de trabajo que conocemos hoy tiene apenas dos siglos de historia (nunca antes había sido igual) y viene caracterizado por el “contrato de trabajo” entre personas libres, es decir, por el alquiler de la fuerza de trabajo del operario (cuyo sustento y el de su familia dependen de ello) por la Compañía. Pero más allá de la disfunción entre el poder de los contratantes, advertimos un rasgo más: El trabajo contratado consiste en la realización de unas tareas especificadas, bien determinadas, en un horario dado, a cambio de un salario. Es decir, a diferencia del productor, el trabajador no puede encontrar ningún significado a su trabajo; es trabajo abstracto, abstraído de cualquiera finalidad que no sea obtener el salario pactado, alienado de su objeto o de su producto final (con el que no tiene ninguna relación, más allá de la instrumental), siempre ordenado por otros que, a su vez, reciben órdenes de otros… La finalidad nunca se hace presente, sólo vale trabajar.
Este es el trabajo que hoy consideramos normal: La aceptación acrítica de la mutilación del ser (trabajador) desde que traspasa las puertas de su empresa, para convertirse en “mano de obra”, en “empleado”, en “encargado” o en “directivo”. La persona queda reducida a su “rol” en el interior de la maquinaria organizativa, aceptando jugar unos papeles que difícilmente adoptaría en su vida personal. El rol saja, mutila, ordena, constituye un ser artificial que tiene que transitar con una personalidad también artificial a través de un entramado de relaciones complejas, siempre artificializadas, para preservar la objetividad del trabajo y de los fines de Organización. Pero se supone que este es el trabajo normal, el imperante, al que todos tenemos que reducirnos para poder seguir progresando…
Pero siempre queda una pregunta en el aire: ¿No sería ese trabajo anormal (no sujeto a la norma, escapándose de ella), el que propone un contexto de liberación, de realización personal de todas aquellas personas implicadas en un propósito de humanización?”
No sé si este análisis del trabajo y de sus estructuras organizativas es correcto o no. Si no lo fuera, estoy abierto a todas las críticas que pueda recibir. Si lo fuera, aun admitiendo las pocas, pero excepcionales y meritorias, excepciones que existen, creo que estoy en condiciones de afirmar que la pretensión de igualdad en un sistema que, precisamente, se fundamenta en la desigualdad y la discriminación como forma del ejercicio de su poder y su función, constituye una aporía, cuando no una ilusión vana y frustrante, por justa que sea.
En el 68 –del siglo pasado– yo tenía dieciocho años y, como tantos de mi generación, trataba desesperadamente de encontrar un futuro diferente para nuestras sociedades, condenadas a la mediocridad, a la desigualdad, al ostracismo; y en ello combatíamos codo con codo hombres y mujeres. No fue sólo la alegría explosiva del mayo del 68 francés la que me impactó, sino que me influenciaron mucho los movimientos, entre otros, que se produjeron en Estados Unidos por la igualdad racial (Martin Luther King, entre otros) y, en este contexto, por la igualdad de la mujer (Angela Davis), todo ello sazonado por la espectacular actividad de los Panteras Negras. Y hubo un concepto que, aunque en aquel momento, desde la España oscurantista, críptica, censurada, me costaba mucho entender, sí se me fue quedando grabado: La apuesta, tanto de Martin Luther King como de Angela Davis (ésta más próxima al concepto marxista), de superar la “reivindicación” de igualdad por la de universalidad. En efecto, no es que una raza se haga igual a otra, ni que la domine, sino que luchando por extender sus derechos y su cultura, los universalice hasta abolir las razas. No sé si todavía entiendo muy bien el concepto, pero, desde luego, me ha acompañado en mi vida.
AUTONOMÍA
Y, llegados a este punto, y para no alargar innecesariamente este artículo, sólo me queda reivindicar la autonomía de personas y colectivos en la construcción de una sociedad diferente, en el ámbito organizacional, en las estructuras de producción, en la política y en la sociedad. Recurro al artículo citado al principio de este escrito.
“Pero, ¿qué significa autonomía? Autós, sí mismo; nómos, ley. Es autónomo quien se da a sí mismo sus propias leyes. (No quien hace lo que le apetece: quien se da leyes.) Pero esto es algo tremendamente difícil. Para que un individuo se dé a sí mismo su ley, en los ámbitos donde esto resulta posible, es necesario que pueda osar enfrentarse a la totalidad de las convenciones, las creencias, la moda, a los doctos que siguen sosteniendo ideas absurdas, a los medios de comunicación, al silencio de los demás, etc. Y, para una sociedad, darse a sí misma su ley significa aceptar enteramente la idea de que es ella la que crea su propia institución, y que lo hace sin poder apelar a ningún fundamento extrasocial, a ninguna norma de la norma, a ninguna medida de la medida. Así pues, esto equivale a decir que es ella la que ha de decidir qué es justo e injusto –esta es la cuestión con la que tiene que ver la verdadera política (no, evidentemente, la política de los políticos que hoy ocupan la escena).” [4]
Es decir, la autonomía significa el darse, para los individuos o para las sociedades, sus propias leyes. Su opuesto es la heteronomía, que significa que las leyes están dadas desde la exterioridad del individuo o de las sociedades, de manera que estos tienen que someterse a ellas. La anomia (que muchas veces se confunde con la autonomía) consiste en la ausencia de leyes. Como ya debería ser evidente, este concepto de autonomía –el “original”, por cierto– está en la base de la construcción de la democracia.
Pero la autonomía no es una cosa, no se concede o deja de concederse, no se tiene o deja de tenerse: Constituye siempre un proceso complejo, instituyente, en el que se trata de sustituir aquello que no consideramos justo por otras leyes, por otras realizaciones, más próximas a nuestras aspiraciones, a nuestros deseos y a nuestro sentido de justicia.
En este sentido, los procesos de transformación constituyen lo que podría denominar una forma de producción de la autonomía en las organizaciones. Como vengo insistiendo, no son, pues, procesos técnicos ni instrumentales, no tienen objetivo definido ni finalidad predeterminada, su resultado no es visible desde el origen. Son procesos constituyentes, en los que las personas y colectivos que los despliegan, en el ejercicio instituyente de su autonomía, van construyendo y moldeando nuevas realidades, nuevas formas de hacer, nuevas formas de organizarse, nuevas formas de contribuir socialmente, al tiempo que nuevas subjetividades, nuevas formas de conocimiento…
¿No sería la reivindicación de la autonomía y su práctica militante un punto de encuentro para las múltiples sensibilidades que perseguimos, por caminos diferentes, organizaciones y sociedades más justas, igualitarias, y capaces de producir sus propias realidades?
Dejo la pregunta en el aire, seguiremos…
[1] Ver en este mismo blog Alfonso Vázquez: ‘La producción de la autonomía’
[2] En este mismo bloque de artículos está una magnífica aportación de Loli Velasco, que es muy sencillamente clara en su enfoque del tema: Igualdad y participación de las personas. Caminos que se entrecruzan
[3] A. Vázquez: ‘El trabajo de lo normal’
[4] C. Castoriadis “Figuras de lo pensable” CÁTEDRA (1999)
Este post se enmarca dentro de la actividad impulsada por Silvia Muriel, Izaskun Merodio y Maite Darceles en el marco del X Foro de Igualdad 2013 – Emakunde, que se desarrolla del 1 al 31 de octubre.
Consiste en cruzar reflexiones y diálogos entre la transformación organizacional y las aportaciones feministas, utilizando los espacios web www.ncuentra.es y www.hobest.es.
www.scoop.it/t/femin sirve de repositorio. Puedes utilizar el hashtag #begifem para tus mensajes en las redes sociales. Nos encantará que
Muchísimas gracias, Alfonso, por este magnífico artículo.
A tu última pregunta/propuesta respondo que sí, que a través del desarrollo de contextos de autonomía en múltiples ámbitos, organizaciones, comunidades, relaciones… vamos a avanzar hacia «organizaciones y sociedades más justas, igualitarias, y capaces de producir sus propias realidades». Y dejo sugeridas algunas ideas cuya integración intuyo nos aproximaría a lo que aglutina el concepto de ‘autonomía’, para continuar la reflexión: empoderamiento, compromiso y derecho político (de ejercicio del poder), referidos siempre tanto a lo individual como a lo colectivo.
Y me parece muy sugerente la idea de lo universal que planteas. Pienso en las minorías. Solo garantizamos el derecho de la minoría si universalizamos su derecho, lo que se manifiesta en sentir como propios esos derechos. Cuando esto no se produce, el derecho, aun reconocido por ley, tiene muchas fisuras y sombras; puede ser un derecho ‘legal’, pero no es ‘real’.
Las reivindicaciones que persiguen alcanzar la igualdad de las mujeres con los hombres, toman, efectivamente, como referencia, al hombre y pretenden igualar a la mujer a ese estándar de ‘hombre’.
Pensemos qué consecuencias tiene esto, por ejemplo, en el ámbito de los cuidados, y concretamente, en la crianza de los hijos e hijas. Si el hombre que tenemos es un hombre que configura su entramado de relaciones sociales y profesionales sin tener en consideración la crianza, la educación, este estándar como referencia nos estaría llevando a diseñar también una mujer no pensada para criar, por tanto, una sociedad donde nadie cría, nadie educa, o lo hacen con gran dificultad, como a contracorriente.
Contra esto, desde la universalización de lo femenino, tal como yo lo veo, estaríamos más cerca de pensar una mujer y un hombre que en sus múltiples interacciones sociales y profesionales esté meridianamente clara su función de criar, de educar, como una función básica, esencial del hombre/mujer o mujer/hombre de nuestros tiempos.
Muy sugerente tu comentario, Maite, muchas gracias. Como explicas muy «gráficamente» en tu ejemplo, la llamada a la igualdad puede convertirse en una trampa. Porque, necesariamente, tiene que presuponer un «patrón» (un modelo) de referencia universal (aunque pueda ser «local» también). Y este patrón, el de la «mayoría» y, por tanto, el de la «normalidad», es, hoy por hoy, el hombre blanco, urbanita, hablando alguna lengua mayoritaria, profesional, heterosexual… Son «minoría», en consecuencia, los pobres, las gentes de color, los indígenas, los enfermos mentales, las mujeres, los homosexuales, los parlantes de lenguas minorizadas…
Ni que decir tiene que el intento de estas «minorías» (que, dicho sea de paso, son la inmensa mayoría) de «igualarse» a la «mayoría», al patrón dominante, ignora que éste se sustenta en el poder que le da su condición de «patrón», de ficticia mayoría, para afirmar, precisamente, su condición de dominio. Vano intento, pues, que además conlleva la condición de que la permisión de la igualación, cuando concedida, refuerza precisamente el modelo dominante, su pretensión de ser lo «normal» hacia lo que todo lo demás debe tender…
Cuando hablo de «universalizar» reivindicaciones y derechos me refiero a que el devenir minoritario (de razas, sexos, lenguas, condiciones sociales…) no debe aspirar a «entrar» en la mayoría, a ser como la mayoría, sino a hacer universales sus derechos y sus hechos, no una identidad «molar», sino una pléyade infinita de diferencias moleculares construyendo conjuntamente nuestras sociedades futuras…
Besos
Quiero subrayar, como te entiendo, que el uso de ‘minoría’ y ‘mayoría’ nada tiene que ver con cálculos aritméticos, sino que tienen que ver con ser ‘modelo dominante’ (=mayoría) o ‘no dominante’ (=minoría), y esto en expresión de Deleuze y Guattari se designa, respectivamente, como ‘molar’ o ‘molecular’.
Gracias por este comentario en el que ahondas en este concepto de que las minorías (los elementos moleculares, entre los que se encuentra también el ser mujer, aunque aritméticamente sea un colectivo mayoritario) alcancen universalizar sus formas, sin quedar fagocitadas en lo molar. Estaba sugerido en tu artículo, pero ahora queda explicitado.
Gracias por tus aclaraciones, Maite. Hablando de lo universal, traigo aquí una cita de Costas Douzinas en la que explica muy sencillamente lo que trataba de decir:
«La resistencia es el proceso o experiencia de construcción de nuevos sujetos. Nos convertimos en sujetos resistentes cuando advertimos una fractura en nuestra identidad: doy el paso hacia lo universal porque mi particularidad ha fracasado, porque mi identidad está resquebrajada en su interior, porque está incompleta, porque le falta algo. Cuando entiendo que mi situación de desempleo, el ataque que sufro a consecuencia de mi género, raza u opción sexual, o la negación de mi dignidad básica no son fracasos o defectos propios, sino los síntomas de un orden sociopolítico, se inicia el cambio de ente sometido a ciudadano-sujeto. La negación y el fracaso de la identidad abren el camino hacia la universalidad de la resistencia; implica riesgo y perseverancia. La resistencia es la valentía de la libertad.»
Gracias, Alfonso. Bonita cita. La cuestión está en ser capaces de -primero- ver esa invisible línea que separa al sujeto de otra entidad de un orden inferior para -segundo- borrarla.
Nota lingüistica: No tengo claro si debemos utilizar ‘la sujeto’ o ‘la sujeta’ (en principio, descarto ‘el sujeto’) para referirnos a sujetos de género/sexo femenino. Tengo bastante lío con los epicenos y demás…
Sobre tu adaptación del «Libertad, para qué» al «igualdad, con qué», seguro que tienes razones para haber cambiado la preposición, pero yo insistiría en el «para». Igualdad, para qué. Es verdad que el concepto de universalidad supera al de igualdad entendido en un sentido simple (que una minoría quiera igualarse a una mayoría que ejerce el rodillo no dice mucho del aprendizaje que debería haber sacado por ser y vivirse minoría). La expresión «Igualdad de mujeres y hombres» quiero pensar que busca sobre todo la visualización -por su verbalización- de la desigualdad entre ambos sexos/géneros, y no la reivindicación de la mera igualdad de las mujeres a los hombres para hacer de igual manera lo que hacen ellos a todos los niveles (social, económico, educativo, cultural…). Por lo menos, el Feminismo-de-Silvia no es lo que busca (digo el feminismo-de-silvia porque como dicen que hay distintos feminismos, no me atrevo a hablar por boca de todos ellos). Incorporaré a mis reflexiones el concepto de universalidad porque me encaja, pero no abondono el «igualdad, para qué». Con ese «para qué», creo que puede escalarse: igualdad en derechos prácticos reales > para la igualdad en el acceso a la toma de poder > para poder decidir según mis propias leyes (autonomía).
Me ha gustado también el despiece de la palabra autonomía. Y creo reconocer en la heteronomía esas leyes no escritas que determinan lo que somos en este aquí y ahora las mujeres y los hombres. La división sexual del trabajo, con la contraposición productivo-reproductivo, obedece a una heteronomía que no se cuestiona a nivel social o general.
Y un matiz: son una leyes dadas que no es que afecten a una minoría. Las mujeres somos más o menos la mitad de la población. La reivindicación de una igualdad en derechos para la constitución de nuestra autonomía individual creo que unifica autonomía-empoderamiento. Los atributos que asignas a la autonomía son compartidos por quienes han descrito los procesos de empoderamiento. No es algo que se dé o no, que se tenga o no, es un proceso en construcción permanente por la toma constante de decisiones que tenemos que hacer en el día a día. Los procesos de transformación que denominas de producción de la autonomía, incorporan el hecho imprescindible de la toma de poder: me doy mis leyes para poder determinar según ellas qué es justo y qué no. Y para poder decidir, después. La palabra empoderamiento no suele gustar porque, al destriparla, surge el concepto de poder. Y nos lleva a un concepto de poder heterónomanente definido. (Menudos palabros!)
Y ya, cambiando de tercio… Interesante recordar que sea cual sea el rol que desempeñes en una organización hay sometimiento a esa maquinaria. Pareciera, cuando se habla de transformación, que sólo se trata de «liberar» a la «mano de obra» directa. Pero es imprescindible revelar y aprehender que todas las posiciones son susceptibles de ser habilitadas para esa autonomía.
Gracias por tu participación en nuestra actividad. Un lujo leerte. En tus próximos escritos, como dices, te seguiremos la pista. 😉
Creo, Silvia, que se te ha pasado desapercibido el sentido del cambio de preposiciones que hacía Alfonso, y que ello te ha llevado a una interpretación no concordante con lo que Alfonso quería explicar, por lo que me permito darte mi versión.
Transcribo el párrafo donde Alfonso hace este cambio de preposiciones:
«Los revolucionarios franceses conectaron la igualdad con la libertad y la fraternidad (solidaridad, diríamos hoy), y no fue ni una casualidad ni una frase afortunada. Porque, parafraseando el “libertad, ¿para qué?» de Lenin, podríamos preguntar “igualdad, ¿con qué?”. Sin dudar que ambas (libertad e igualdad) constituyen aspiraciones universales de referencia, y son (o deberían ser) base de derechos fundamentales, cabe indagar en el significado que adquieren en cada contexto histórico y en cada era cultural.»
Si decimos «soy libre», y queremos indagar más, preguntaremos «libre, ¿para qué?». Y podemos obtener como respuestas: «libre para soñar, para decir, para sentir, para ser, para hacer, para viajar, para decidir, para…». Indagamos en el sentido de la libertad que tenemos a través de la preposición ‘para’.
Si digo «soy igual», indagar en el sentido de esa frase nos lleva a preguntarnos ‘igual, ¿a qué?’ o ‘igual, ¿con qué?’, expresiones que tienen el mismo significado.
De ahí que Alfonso parafrasee la expresión de Lenin referida a la libertad, modificando la preposición; ya que en ningún momento Alfonso se cuestiona «para qué queremos la igualdad», sino que no duda de que ésta «constituye una aspiración universal de referencia» al igual que la libertad.
Y sí quiere ahondar en el significado de la igualdad hoy, que no depende de las intenciones y voluntades, sino más bien de las lógicas subyacentes e imperantes (en las que habitamos y nos habitan).
Seguiremos con otros temas en algún otro momento…
Alfonso, Maite, resulta complicado debatir sobre un tema tan amplio y profundo como el de las desigualdades por razón de sexo a través de estas conversaciones y al tiempo, es un buen tanteo de enfoques. Me surgen tres reflexiones:
Primero, si nos quedamos con que la desigualdad en las organizaciones es sinómino de % de hombres/mujeres o de cuotas o de retribuciones, creo que estaríamos quedandonos con el exponente visible, con la consecuencia, y no con las causas. Pienso que la mirada feminista a un proceso transformador debe trascender a la propia organización y mirar las vidas privadas, las horas de «no-trabajo», lo doméstico… osea, la transformación organizacional no puede ser con un enfoque micro, igual que la reflexión sobre el concepto de trabajo no puede quedarse en el asalariado.
Otra reflexión sobre la idea de las aspiraciones a la igualdad dentro de un sistema desigualitario: Entiendo los argumentos y soy de las que creen que algunos feminismos le han hecho la salsa al sistema capitalista pero aun así, también es una trampa esperar al «cambio global» para reivindicar derechos. En muchos ámbitos estamos ya viviendo el post-neoliberalismo y ahí el feminismo tiene mucho que decir porque es una visión pre y post capitalista.
La tercera idea, combatir el patriarcado no es copiarlo ni aspirar a el, es defender otras formas de interpretar la vida, las relaciones sociales, económicas, otra cosmovisión. Uno de los efectos más perversos del patriarcado es la desigual construcción de identidades y la autolimitación de las aspiraciones personales en función del sexo con el que nacemos pero ahí entramos en otro mundo complejo, por eso lo de amplio y profundo. Eskerrik asko por todas las ideas que hemos recopilado!