Mi primer médico de familia se llamaba Gamarra. Atendió también a la generación anterior a la mía y aparece en las historias de familia que se explican. Su cercanía, su conocimiento de la familia, sus visitas a domicilio con su maletín. No se había implantado aún el sistema público de salud.
Este médico pasó luego a integrarse en el sistema público. Y se contaba cada vez con más recursos, profesionales, medios. Pero la evolución positiva del sistema que conocimos en las últimas décadas del siglo pasado no solo se ha frenado, sino que parece no sostenerse.
Escuchamos noticias casi a diario de las quejas del personal sanitario. Se quejan por sus condiciones de trabajo, que no les permiten dar una buena atención. Además, en numerosas conversaciones coloquiales aparecen ejemplos de que los servicios de salud no están a la altura de lo que esperamos o necesitamos.
Diremos que el problema son los recursos económicos cada vez más reducidos. Y no nos faltará razón. Pero, precisamente si tenemos pocos recursos, más responsables hemos de ser en cómo los utilizamos. Por ello reflexiono sobre cuáles han de ser las prioridades a la hora de asignar recursos a la sanidad pública.
La clave de una buena atención sanitaria depende en un porcentaje altísimo de cómo los médicos y profesionales vivan su trabajo. Si les gusta su profesión, si les gusta aprender y crecer con ella y hacerlo cada vez mejor, y si trabajan con autonomía, pudiendo tomar decisiones que mejoran la forma en que atienden a sus pacientes e interactúan con otros profesionales, estoy segura de que la atención médica será mucho mejor que si trabajan de manera alienada, fragmentada y precarizada. Infinitamente mejor. Pero las tendencias no apuntan en este sentido. Lo desarrollo con tres ejemplos.
Aprovechar las vocaciones. Muchas y muchos jóvenes están renunciando a la carrera de medicina por no haber alcanzado la nota de corte, a pesar de ser estudiantes brillantes. Esto está sucediendo ahora, y sin embargo hay plazas de médico que no pueden cubrirse por falta de profesionales. A su vez estamos atrayendo a personas formadas en otros lugares para cubrir estas plazas. A primera vista, si queremos fortalecer la sanidad pública parece un error grave no aprovechar más las vocaciones propias y no tratar la formación de los profesionales como un tema estratégico.
Políticas sanitarias que cuiden a los profesionales, que ayuden a su desarrollo. Los profesionales carecen de tiempo y recursos para la formación continua, grieta que aprovecha la industria farmacéutica para cubrirla, obviamente, orientando esta formación a sus propios intereses. No se valora a los profesionales sanitarios por criterios que tengan que ver con su propia práctica, casi exclusivamente se los valora en función de elementos externos (investigación, artículos publicados…), ligados también a la industria. Y, por último, la valoración y prestigio social de la sanidad pública se está desmoronando y poco se está haciendo desde las instituciones para darle la vuelta a esto.
Promover la autonomía en el trabajo de los profesionales. Algunas personas quizá interpreten algo distinto a lo que quiero decir. No quiero decir que los médicos y otro personal sanitario trabaje sin coordinación con otros profesionales. No quiero decir que los profesionales hayan de seguir unas pautas preestablecidas que les permitan trabajar solos (y casi sin pensar ni aprender). Quiero decir que los profesionales han de poder tomar decisiones sobre la manera en que atienden, siempre teniendo en cuenta que hay un marco, unos límites y una meta. Quiero decir que se ha de promover la autonomía para que esta profesión se ejerza con libertad y se aplique en cada caso el mejor conocimiento colectivo de que se disponga, que los profesionales no solo se ocupen de su consulta, sino que analicen, junto con otras personas, mejoras y propuestas para su propio centro y para su interrelación con otros centros, siempre para dar el mejor servicio.
El primer punto tiene que ver con una estrategia de país. El segundo y el tercero también, pero una vez transformado el marco de actuación, su materialización se ha de concretar en la propia dinámica de cada centro de atención primaria u hospital. Cada centro requiere una gestión y ésta ha de estar orientada a que mejore su capacidad colectiva para dar respuestas. Es necesario generar sistemas de gestión participativa para que los profesionales puedan aportar y corresponsabilizarse de la gestión.
En la medida en que separamos la “gestión” de la actividad, corremos el riesgo de que la gestión no se oriente a cubrir las carencias reales que tenemos, que no esté al servicio de la mejora de la atención médica.
La falta de gestión o la “gestión” desligada de la actividad, deriva además en que el sistema no es capaz de poner en valor la aportación de los profesionales más entregados y comprometidos, darles alas para que sientan que merece la pena seguir trabajando con cariño. Y, por el contrario, las prácticas abusivas de determinados profesionales, pocos, pero los hay, quedan disimuladas generando en las personas más implicadas una sensación de injusticia y abuso, ya que su sentido de responsabilidad los lleva a una sobrecarga añadida. El sistema se sostiene gracias a la impagable entrega de muchos y muchas profesionales que creen en su trabajo y lo dan todo. Pero no es una situación sostenible. Son personas. Muchas terminarán quemándose.
Qué diferente sería si estas personas comprometidas con su profesión tuvieran espacios adecuados para aportar sus ideas de mejora y se gestionaran los servicios desde esas claves. Escalando propuestas hasta los comités de dirección, áreas y departamentos de las instituciones. Sería, ciertamente, muy diferente.
Hay motivos de sobra para intentar promover estos modelos de gestión. Nos va la salud en ello.